El intercambio de corazones
En un futuro donde el amor se había vuelto un contrato tangible, las parejas demostraban su devoción de una manera singular: intercambiando corazones. No era una metáfora, ni un gesto simbólico. El procedimiento era real, invasivo, y para muchos, irreversible. En ese mundo distópico, el latido de tu pareja en tu pecho no solo sellaba una promesa de amor eterno, sino que también te conectaba de una forma que superaba lo físico y lo emocional. Para Aria y Leo, después de años juntos, intercambiar corazones parecía el paso natural, el siguiente escalón hacia una unión que nadie, ni el tiempo, podría romper.
La operación fue un éxito. Aria sintió el corazón de Leo comenzar a latir en su interior, un latido firme, seguro, que bombeaba con una fuerza desconocida para ella. Al principio, fue intoxicante. El mundo parecía vibrar con una energía nueva: los colores más vivos, los sonidos más intensos. Con cada latido, Aria sentía la conexión con Leo fortalecerse, un lazo más profundo que el de cualquier otra pareja que conociera. Se sentía completa, casi como si el destino hubiera querido unirlos de esta manera. Pero pronto, esa sensación se volvió extraña, inquietante.
Las primeras señales fueron pequeñas, fáciles de ignorar. Sueños confusos, emociones repentinas que no lograba comprender. Aria comenzó a despertar en medio de la noche sintiendo una angustia que no era suya, una tristeza o un terror que no provenían de su propio interior. Eran ajenos, como si alguien más estuviera experimentando esas emociones a través de ella. Se convenció de que era parte del proceso de adaptación. Se repetía que compartir un corazón con Leo significaba compartir también una parte de su alma, de sus sentimientos. Pero mientras los días pasaban, lo que antes era una sensación pasajera se volvió una presencia constante, agobiante.
Las visiones comenzaron poco después. Escenas fugaces que no pertenecían a su memoria: un parque en el que nunca había estado, una calle solitaria, un rostro que no conocía pero que, inexplicablemente, la llenaba de miedo. Peor aún eran las emociones que acompañaban estas visiones: ira, remordimiento, culpa. Una culpa que la envolvía como una nube negra. Comenzó a temer esos momentos de desconexión con la realidad. Intentó hablar con Leo, pero él parecía despreocupado, como si no notara nada extraño. «Es parte de nuestra conexión», decía con una sonrisa distante. «Nos estamos sincronizando. Pronto será más fácil.»
Pero no lo fue. Lo que parecía una unión perfecta comenzaba a desmoronarse. Las visiones se hicieron más claras, más nítidas. Aria veía a Leo, pero no al hombre que conocía y amaba. En estas escenas, Leo era una figura oscura, llena de secretos inconfesables. Lo veía en lugares oscuros, cometiendo actos que ella no podía comprender. Vio sangre en sus manos. Sangre que no era suya. Y con cada visión, el latido del corazón en su pecho se volvía más pesado, más oscuro, como si esos secretos se filtraran en sus propias venas, contaminándola.
Desesperada, comenzó a investigar. Accedió a archivos antiguos, registros que detallaban el intercambio de corazones, buscando respuestas. Lo que descubrió la llenó de horror. El corazón no era solo un órgano, un símbolo de amor. Guardaba en su interior las profundidades del alma de una persona: sus deseos, sus miedos más oscuros, sus pecados. Cuando el corazón de Leo comenzó a latir en su pecho, también comenzaron a revelarse todos los secretos que él nunca había compartido. Leo no era el hombre que ella creía conocer. Y ahora, su oscuridad estaba incrustada en ella.
Aria se enfrentó a una verdad aterradora: con cada latido, el corazón de Leo la transformaba. Sus emociones, sus pensamientos, incluso sus deseos más oscuros comenzaban a infiltrarse en su mente. Y Leo lo sabía. Siempre lo había sabido. El intercambio no había sido un acto de amor, sino una transferencia de culpa, una manera de liberar sus pecados en otro cuerpo. Ella se había convertido en su recipiente, cargando con su oscuridad, con sus crímenes.
Confrontó a Leo una noche, sus manos temblando mientras sostenía la última carta de investigación que había encontrado. «Sabías lo que esto implicaba», le dijo, su voz rota por el miedo y la traición. Leo la miró con una calma inquietante. «Claro que lo sabía. Ahora eres parte de mí. Y yo soy parte de ti. No hay secretos entre nosotros, Aria. Ahora todo lo que soy también te pertenece.»
Ella retrocedió, su corazón —el de Leo— golpeando con violencia en su pecho, un latido que ya no era humano. Había algo monstruoso en él, algo que ella no podía controlar. Sabía que su propia esencia estaba siendo consumida, reemplazada por la oscuridad de Leo. No podía escapar. No sin un sacrificio.
Aquella noche, mientras Leo dormía, Aria tomó su decisión. No permitiría que la consumiera. No permitiría que la oscuridad de su corazón se apoderara de su alma. Con manos temblorosas, tomó el bisturí que había guardado desde la operación, un recuerdo de lo que alguna vez pensó sería un acto de amor eterno. Se acercó a Leo, sus respiraciones sincronizadas, pero con un abismo entre ellos. Sabía lo que tenía que hacer. El corazón que latía en su pecho ya no podía seguir allí, ni tampoco el hombre al que alguna vez amó.
Cuando la sangre comenzó a correr, los latidos, finalmente, se detuvieron.
«Cada latido traía consigo una verdad que jamás debió ser compartida.»