El otro lado de la Puerta
Cuando acepté el trabajo en el sanatorio de Santa Elena, no esperaba que fuera fácil, pero tampoco pensé que me arruinaría las noches de sueño. Todo comenzó como cualquier otro trabajo: entrevistas, formularios, y la sensación incómoda de que nadie más quería ese puesto. Tenía 27 años y había terminado la carrera de Psicología hacía poco, por lo que necesitaba experiencia. Lo acepté sin pensarlo demasiado.
El edificio era antiguo, lo suficiente como para que el tiempo hubiera dejado su huella en las paredes. Los pasillos eran largos y angostos, con una iluminación tenue que parecía más bien diseñada para ocultar que para revelar. Desde el primer día, algo no cuadraba. El personal evitaba mirarme a los ojos cuando hacía preguntas demasiado específicas. Pero como el «nuevo», supuse que era solo parte del proceso de adaptación.
Mi rutina era sencilla: llegar, revisar documentos, pasar consulta con algunos pacientes que ya estaban más que estabilizados y, en teoría, no deberían representar un problema. Pero había una puerta. Una puerta que no dejaba de molestarme. Estaba en el ala este del sanatorio, a unos metros de mi oficina, y aunque pasaba varias veces al día frente a ella, nunca la vi abierta. La mayoría de las puertas del sanatorio tenían ventanas de vidrio, pero no esta. No tenía nada, solo una pequeña ranura para llave.
“¿Qué hay en esa sala?”, pregunté una tarde durante el almuerzo. Estábamos en la sala común con algunos enfermeros y el doctor Gómez, el director del lugar.
Él, sin levantar la vista de su plato, respondió:
—Esa puerta no te concierne. Está clausurada. No la abras nunca.
Me quedé callado. Pero la forma tajante en la que lo dijo solo me encendió más la curiosidad. El resto de los enfermeros ni siquiera reaccionó, como si el tema fuera algo que simplemente no se debía discutir.
Esa noche, mientras organizaba unos expedientes, escuché algo. Un golpe, suave, apenas perceptible, proveniente del pasillo. Al principio pensé que lo había imaginado. Pero después volvió. Un golpeteo rítmico, como si alguien estuviera pidiendo ser escuchado. Me levanté de la silla y salí al pasillo. Estaba vacío, como siempre. Pero los golpes seguían.
Seguí el sonido hasta llegar a la puerta del ala este. Me acerqué, y al poner mi oreja contra la madera, lo escuché con claridad. Eran golpes, desde el otro lado.
—¿Hola? —dije, en voz baja. No quería sonar ridículo, pero tampoco estaba seguro de qué más hacer.
No hubo respuesta. Los golpes cesaron de inmediato. Y por algún motivo, sentí que alguien, o algo, estaba escuchándome desde el otro lado. Retrocedí un par de pasos, tratando de racionalizar lo que había ocurrido. Tal vez solo era una vieja tubería, o el viento colándose por alguna rendija. Pero algo dentro de mí sabía que no era eso.
A la mañana siguiente, no pude contenerme y volví a preguntar sobre la puerta, esta vez a Rosa, una enfermera con la que me llevaba bien.
—¿Por qué esa puerta siempre está cerrada? —le pregunté mientras tomábamos café en el pequeño comedor del personal.
Rosa me miró fijamente, su rostro pálido, y luego bajó la vista a su taza, evitando la conversación.
—Déjalo, en serio. Esa puerta… mejor no te metas en eso —dijo en un tono casi suplicante.
—¿Pero qué es? No entiendo…
—No es para ti, ni para nadie que trabaje aquí ahora. Solía ser la sala de aislamiento. Pero se cerró hace años. Nadie ha entrado desde entonces. Es todo lo que te diré. —Rosa se levantó y salió del comedor, dejándome con más preguntas que respuestas.
Durante las siguientes semanas, el golpeteo se hizo más frecuente. Siempre en la noche, siempre cuando no había nadie más cerca. A veces los golpes eran suaves, como si alguien estuviera probando si yo estaba ahí. Otras veces eran más fuertes, como si lo que fuera que estaba dentro quisiera desesperadamente salir. Me repetía una y otra vez que debía ignorarlo, pero la curiosidad me consumía.
Finalmente, una noche decidí que tenía que averiguar qué pasaba. Llevaba un llavero con acceso a casi todas las zonas del sanatorio. Sabía que no debía, pero algo dentro de mí gritaba por respuestas.
Me acerqué a la puerta con el corazón acelerado, las manos sudorosas. Los golpes estaban ahí, más insistentes que nunca. Al colocar la llave en la ranura, los golpes cesaron al instante, como si la cosa al otro lado supiera lo que estaba a punto de hacer.
Giré la llave.
La puerta se abrió lentamente, con un chirrido que resonó en el pasillo vacío. Lo que vi al otro lado… bueno, al principio no vi nada. La habitación estaba completamente oscura. Pero el aire, el aire estaba denso, pesado, con un olor a humedad y algo más, algo metálico, como sangre. Di un paso dentro, con la linterna temblando en mi mano.
Y entonces lo escuché: una respiración. No era la mía. Estaba tan cerca, que podía sentir el aliento en mi nuca. Me congelé, incapaz de moverme.
—Ayúdame —susurró una voz, rota, como si llevara años sin pronunciar palabra.
Me di la vuelta de golpe, pero no había nadie. Solo la oscuridad, extendiéndose como una manta interminable.
Salí corriendo, dejando la puerta abierta de par en par. Desde entonces, no he vuelto a entrar al ala este. Nadie me preguntó nada al día siguiente, y la puerta estaba cerrada de nuevo, como si nunca la hubiera abierto. Pero en las noches, aún escucho los golpes. Y ahora, junto a los golpes, puedo escuchar una risa, suave, burlona, que parece seguirme donde quiera que vaya.