El pacto del polvo: cuando los monstruos que tememos son los que llevamos dentro

El pacto del polvo

—Esto no es como lo imaginábamos —dijo Carla, mirando al suelo, su voz apenas un susurro que flotaba en el aire denso del sótano. La luz débil de una bombilla parpadeaba sobre nuestras cabezas, proyectando sombras alargadas sobre las paredes de ladrillo desnudo.

—¿Qué esperabas? —respondió David, con los brazos cruzados, como si el frío del lugar no le afectara. Siempre había sido el más racional de todos, el que creía tener todo bajo control. Pero ahora su mirada traicionaba algo distinto: miedo, o quizá algo peor.

Andrés, sentado en un rincón, no decía nada. Solo se frotaba las manos, una y otra vez, como si intentara borrar algo invisible en su piel. Desde que inhalamos ese polvo maldito, no había dicho ni una palabra. Su silencio era más inquietante que cualquiera de las visiones que había tenido.

—Yo… yo vi a mi madre —dije al fin, incapaz de soportar más el peso de la tensión—. Pero no era ella… no del todo.

Carla levantó la cabeza, sus ojos llenos de lágrimas que no se atrevía a dejar caer. Todos habíamos visto algo. Algo imposible. Algo insoportable.

—¿Qué viste exactamente? —preguntó en voz baja, casi con miedo de saber la respuesta.

Tragué saliva, sintiendo un nudo en la garganta. El recuerdo de la visión se sentía fresco, más real que el sótano en el que estábamos.

—Era como si estuviera atrapado en un sueño… uno en el que todo era igual que en la realidad, pero con un matiz extraño, torcido. Vi a mi madre sentada en la mesa de la cocina, como lo hacía todas las mañanas antes de ir a trabajar. Pero… había algo en sus ojos. Algo oscuro. Me miraba como si supiera algo que yo no, como si estuviera esperando que hiciera algo terrible.

Sentí que el suelo se hundía bajo mis pies mientras hablaba, como si al decirlo en voz alta todo cobrara aún más fuerza.

La visión de la madre: La madre del protagonista en la cocina, con una expresión inquietante

—¿Y qué hiciste? —insistió Carla, su voz temblando.

—La maté.

Un silencio sepulcral se apoderó del lugar. No pude evitar bajar la cabeza, avergonzado, horrorizado por lo que había visto, por lo que había hecho en esa visión que se sentía tan real como mi propia piel. No era solo una pesadilla. Sentí el cuchillo en mi mano, el peso de la decisión, el miedo en sus ojos.

—No eres tú —dijo David, su tono firme, pero vacío—. La droga distorsiona la realidad. Nos hace ver lo que no somos.

—¿Y si lo somos? —preguntó Carla, en un hilo de voz. Ella había sido la más reacia desde el principio, pero fue la primera en ver algo terrible. Su mirada vacía, esa desesperación atrapada en sus ojos, me estaba matando—. Vi a mi hermana… yo la empujaba desde un acantilado. Sentí el viento en mi cara, la roca fría bajo mis pies. Sentí su miedo, su desesperación cuando se dio cuenta de lo que iba a hacer. Pero… no paré.

Nos quedamos en silencio, mientras las palabras de Carla caían como piedras en el aire. Andrés seguía frotándose las manos, como si intentara borrar algo que no podía, su mirada perdida en algún punto del suelo.

—Andrés… ¿y tú? —pregunté con cautela.

Él levantó la cabeza lentamente. Sus ojos, normalmente llenos de energía, estaban apagados, como si algo en su interior se hubiera roto.

—Vi… —empezó a decir, pero su voz se quebró. Respiró hondo, intentando encontrar las palabras—. Vi a todos ustedes. Vi lo que les hice. Lo que ya les hice.

Su confesión cayó sobre nosotros como un golpe. Lo miré, esperando que dijera algo más, que nos dijera que estaba bromeando, que era la droga jugando con nuestras mentes. Pero no lo hizo. Sus palabras se quedaron ahí, crudas, innegables.

David se levantó de repente, caminando de un lado a otro, como si intentara alejarse de la realidad.

—Esto no es real —repitió—. ¡No puede ser real! Somos nosotros… ¡solo somos nosotros bajo los efectos de la droga!

—¿Y si no lo es? —dije, sintiendo un escalofrío recorrerme el cuerpo—. ¿Y si lo que vimos no es una ilusión, sino lo que en verdad somos en el fondo? ¿Y si este polvo solo nos está mostrando lo que hemos sido capaces de hacer, lo que ya hicimos?

David se detuvo en seco, su rostro desencajado, y nos miró. Vi en sus ojos algo que no quería admitir. Lo supe en ese momento: él también había visto algo. Algo que no podía soportar.

El pacto final con el polvo: Andrés a punto de inhalar el polvo mientras los demás lo observan, con el ambiente cargado de tensión.

—Esto… no puede seguir así —dijo Andrés, con la voz quebrada—. Tenemos que detenerlo.

Me acerqué a él, dándome cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Sacó un pequeño frasco de su bolsillo. Era otro polvo, diferente, uno que todos sabíamos lo que hacía: borraba recuerdos. Borraba todo.

—Si tomamos esto —dije, sintiendo un nudo en el estómago—, no recordaremos nada de lo que vimos. Seremos… nosotros otra vez. Sin todo esto en nuestras cabezas.

—Pero, ¿y si lo que vimos es la verdad? —preguntó Carla—. ¿No deberíamos recordarlo?

Andrés negó con la cabeza, sus ojos llenos de dolor.

—A veces, lo mejor es olvidar.

Nos miramos en silencio, con el frasco de polvo entre nosotros, sabiendo que la elección que hiciéramos definiría nuestras vidas.

—Lo haré yo primero —dijo Andrés, levantando el frasco.

Cuando lo inhaló, su rostro cambió. Sus ojos se volvieron vacíos, como si todo lo que había sido Andrés desapareciera en un instante.

Y luego lo comprendí. Andrés no había visto lo que haría. Había visto lo que ya había hecho.

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