«Cuando el Deseo Conduce a la Oscuridad»
La primera carta llegó una tarde fría, cuando el cielo se tornaba gris y el viento soplaba con una fuerza que hacía vibrar las ventanas. Sofía la encontró entre facturas y propaganda inútil. Una hoja de papel grueso, escrita con una caligrafía exquisita que destilaba un aire antiguo, casi arcano. “Siempre te he observado, Sofía. Conozco cada latido de tu corazón, cada secreto que ocultas incluso de ti misma”, decía. Las palabras se hundieron en ella como un cuchillo suave, y aunque el miedo debió haber sido su primera reacción, sintió curiosidad. ¿Quién podía saber tanto? Las cartas continuaron, más personales, más perturbadoras. Relataban sueños que ella jamás había compartido, pensamientos oscuros que apenas se atrevía a formular. Estaba atrapada, enganchada al misterio.
El remitente nunca firmaba con un nombre, pero había algo tangible en sus palabras, algo que la hacía sentir vigilada, como si aquellos ojos invisibles estuvieran siempre fijos en ella, incluso en ese preciso momento. Las cartas no pedían nada, no exigían, pero irradiaban un poder sutil, un magnetismo imposible de ignorar. Sofía comenzó a esperar el sonido del buzón con una mezcla de ansiedad y anhelo. Nadie en su vida la había hecho sentir tan vista, tan desnuda. Sin embargo, una sombra se extendía poco a poco en su interior, como una mancha negra que iba cubriendo su razón.
Una noche, mientras leía la carta más reciente bajo la tenue luz de una lámpara, algo cambió. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No estaba sola. La presencia era casi imperceptible, como una respiración contenida en la oscuridad, pero allí estaba. Y luego, lo sintió: un roce gélido en su piel, un susurro que no provenía de ninguna boca visible. «Estoy más cerca de lo que crees», le dijo la voz, pero no la escuchó con los oídos, sino dentro de su mente. Sofía se levantó de un salto, asustada, pero cuando miró alrededor, todo estaba igual. O eso pensó. Las paredes parecían más opresivas, el aire más denso, como si el mundo hubiera comenzado a desvanecerse lentamente a su alrededor.
Con el tiempo, las cartas dejaron de ser un consuelo. Comenzaron a advertirle de lo que estaba por venir. “Te estoy llamando, Sofía. Cada vez que me lees, vienes más hacia mí, hacia mi mundo. El tuyo ya no te pertenece.” Intentó resistirse, pero el peso de esas palabras era insoportable. El mundo físico, con sus colores vibrantes y sonidos familiares, se volvió distante, como un eco lejano. Las personas que la rodeaban empezaron a olvidarla. Amigos y familiares parecían perderla de vista aunque estuviera frente a ellos. Su voz, al hablar, se volvía un susurro inaudible para los demás. La gente comenzaba a mirarla con extrañeza, como si fuera una sombra entre ellos, cada vez más invisible.
Una madrugada, al mirarse en el espejo, comprendió la magnitud de su decisión. Su reflejo apenas existía. Su piel, que alguna vez fue cálida y viva, se veía translúcida, y sus ojos, antes brillantes, eran pozos vacíos. El mundo real la estaba soltando, y ella, a su vez, comenzaba a soltarlo. Una última carta apareció esa misma mañana, depositada en su mesa de noche sin que ella hubiera oído el más mínimo sonido. La caligrafía era aún más firme, definitiva. “El último paso está cerca. Ya no necesitas ese cuerpo, ya no necesitas ese mundo. Ven a mí, Sofía, cruza el umbral.”
El frío se instaló en sus huesos, y entonces lo entendió: su vida estaba acabando, pero no como la muerte habitual, sino algo peor. Algo más oscuro. Había elegido, aunque nunca conscientemente, dejarse arrastrar por la promesa de ser vista completamente, de ser amada en cada rincón de su ser, pero el precio era su existencia misma. Sin embargo, en el fondo, sabía que no había vuelta atrás. Al leer la última línea, el eco de una risa resonó en su mente. “Ellos ya no te pueden ver. Nunca más.”
Sofía dejó caer la carta. A partir de ese momento, solo existía en los márgenes de la realidad, invisible para todos, atrapada en la nada, solo acompañada por una presencia que no era ni humana ni divina, sino algo mucho más antiguo y siniestro, algo que la poseía por completo. Y la soledad infinita fue el verdadero precio de aquel amor.
«Te vi cuando nadie más lo hizo, te conocí en los rincones que temes explorar. Ahora, tú también desaparecerás en los márgenes donde siempre he habitado.»