«El hombre que se domina a sí mismo es invencible.» — Sun Tzu
Había una vez un guerrero llamado Kian, conocido en todas las tierras por su valentía y destreza en la batalla. Había derrotado a los mejores guerreros del reino, ganado numerosas guerras, y su nombre inspiraba respeto y temor. Sin embargo, a pesar de todos sus logros, Kian vivía con una insaciable sed de más. Sentía que, aunque había vencido a todos sus enemigos, no había alcanzado su mayor victoria. Esa victoria, estaba convencido, sería cuando derrotara al dragón legendario de las montañas.
Este dragón, según las leyendas, guardaba un tesoro de incalculable valor. Ningún hombre había sobrevivido al enfrentamiento con él, y muchos lo consideraban inmortal. Pero Kian, cegado por la ambición y la necesidad de demostrar que era invencible, juró que sería quien lo derrotara. Decidido, preparó sus mejores armas y emprendió el peligroso viaje hacia las montañas nevadas donde, decían, el dragón vivía.
Tras semanas de escalar montañas y atravesar peligrosos terrenos, Kian llegó a la cueva del dragón. A su sorpresa, el dragón lo esperaba sentado en una roca al borde de la entrada de la cueva, con sus ojos brillando bajo la luz de la luna. Era una criatura majestuosa, enorme, con escamas de un dorado opaco y ojos que parecían ver más allá del guerrero.
Kian, con la espada en mano, avanzó hacia él, listo para el combate.
—He venido por ti, dragón —dijo Kian, con su voz firme—. Derrotarte me traerá el honor y la gloria que busco. Después de hoy, mi nombre será inmortal.
El dragón lo observó, con un destello de lo que parecía ser una sonrisa.
—Así que vienes por gloria —dijo el dragón, con una voz profunda que resonaba en la montaña—. Y crees que, al matarme, lograrás lo que deseas. Pero dime, guerrero, ¿realmente has pensado en lo que buscas? ¿O te has perdido en el eco de tus propios deseos?
Kian, desconcertado por las palabras del dragón, frunció el ceño.
—No estoy aquí para hablar —replicó con impaciencia—. Estoy aquí para luchar y reclamar el tesoro que proteges.
El dragón, sin moverse de su lugar, inclinó levemente la cabeza.
—¿El tesoro? —preguntó, con una voz más suave—. ¿Crees que el tesoro que protejo es oro y joyas? Lo que buscas no está aquí fuera. Lo que realmente deseas no se encuentra en esta cueva.
Kian, ahora irritado, levantó su espada.
—¡Deja de hablar en acertijos, dragón! Estoy aquí para pelear. Si te niegas a enfrentarte a mí, te cortaré la cabeza donde estás.
El dragón lo miró con una calma inquietante.
—Muy bien, guerrero. Pero te haré una propuesta. —El dragón se levantó lentamente, estirando sus alas doradas—. Si logras pasar la noche aquí sin atacarme, el tesoro será tuyo, y me iré para siempre. Pero si cedes a tu deseo de pelear, perderás más de lo que imaginas. La elección es tuya.
Kian, incrédulo, bajó un poco su espada.
—¿Quieres que simplemente… me quede aquí sin hacer nada? —preguntó, confundido.
—Exactamente —respondió el dragón—. Si puedes dominarte, el tesoro será tuyo.
El guerrero, sintiéndose seguro de su control, aceptó el reto.
—Muy bien, dragón. Me quedaré, y cuando el sol salga, seré más rico de lo que jamás soñé.
La noche cayó sobre las montañas, y Kian se sentó frente al dragón, vigilante. Las horas pasaban lentamente, y el dragón, que permanecía inmóvil, parecía disfrutar del silencio. Al principio, Kian se mantuvo firme, decidido a no dejar que su impaciencia lo venciera. Pero a medida que la noche avanzaba, su mente comenzó a inquietarse. Cada vez que miraba al dragón, algo dentro de él lo impulsaba a atacar.
«¿Cómo puede este monstruo desafiarme tan tranquilamente?», pensaba Kian. «Soy un guerrero. No soy un hombre de espera, soy un hombre de acción.»
Las palabras del dragón, que antes había despreciado, comenzaron a resonar en su cabeza. Kian no entendía por qué, pero la calma del dragón lo enfurecía cada vez más. Su orgullo, su deseo de demostrar su poder, lo corroía por dentro. Se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro, cada vez más inquieto.
Finalmente, incapaz de soportar más la presión, Kian desenvainó su espada y, con un rugido, se lanzó hacia el dragón.
—¡No seré humillado por ti, bestia!
Pero justo cuando estaba a punto de golpear, el dragón desapareció en una nube de humo dorado. Kian se quedó congelado en el lugar, su espada cortando el aire vacío. Respiraba con dificultad, su pecho subiendo y bajando rápidamente. Miró a su alrededor, pero el dragón ya no estaba.
De repente, un eco de la voz del dragón resonó en la cueva.
—No he sido yo quien te venció, guerrero. Has sido tú. El verdadero enemigo al que debías enfrentarte era tu propio deseo. El tesoro que buscabas no era oro, sino el control de ti mismo. Y lo perdiste.
Kian cayó de rodillas, dejando caer su espada al suelo. El eco de las palabras del dragón siguió resonando en su mente. Había pasado toda su vida creyendo que el poder y la victoria se encontraban en derrotar a los demás, pero el verdadero desafío, el que no había podido superar, estaba dentro de él.
Mientras el sol comenzaba a salir, Kian se dio cuenta de la lección que el dragón había intentado enseñarle. No era el dragón el que debía derrotar, sino su propia ambición desmedida, su necesidad de dominar todo lo que lo rodeaba. Había perdido no por falta de habilidad, sino por no saber controlarse.
Con el corazón pesado, Kian se levantó y comenzó a descender la montaña. Ya no buscaba oro ni gloria. Ahora, su viaje sería hacia adentro, para encontrar la verdadera fortaleza: aquella que no se gana con la espada, sino con el dominio de uno mismo.
Moraleja:
«El hombre que se domina a sí mismo es invencible.» — Sun Tzu
En este relato, Kian es un guerrero arrogante, convencido de que la verdadera victoria está en derrotar a sus enemigos. El dragón, una figura sabia y calmada, le propone un reto inesperado: pasar la noche sin atacarlo. Kian, incapaz de resistir la tentación, ataca al dragón solo para descubrir que su verdadera batalla no era contra la criatura, sino contra sí mismo. La lección de control personal y dominio interno se convierte en la clave para su transformación.