«Sé tú mismo; todos los demás ya están ocupados.» — Oscar Wilde
En una bulliciosa ciudad, rodeada de gritos, risas y regateos, vivía un comerciante llamado Mateo, famoso por vender las máscaras más exóticas y bellas del mercado. Cada máscara que vendía representaba algo diferente: una era la de la belleza perfecta, otra la del poder absoluto, y otra, la de la felicidad eterna. Mateo las había creado con tanto esmero que cualquiera que las comprara se transformaba temporalmente en lo que la máscara representaba. Gracias a ellas, Mateo había acumulado una gran fortuna. Y, sin embargo, debajo de su aparente éxito, había un vacío que no lograba llenar.
Cada día, veía cómo sus clientes se transformaban al ponerse las máscaras. Por un momento, eran alguien más: más felices, más poderosos, más perfectos. Mateo los miraba con envidia, deseando que él también pudiera experimentar esa satisfacción duradera. A pesar de su éxito, su vida le parecía vacía, como si todo lo que tenía no fuera suficiente.
Una noche, cuando el mercado estaba a punto de cerrar, apareció un cliente misterioso. Llevaba una capa negra y su rostro estaba oculto bajo la sombra de una capucha. Sin decir una palabra, el cliente se acercó a Mateo y le mostró una máscara diferente a todas las que él había visto antes. Era hermosa, pero inquietante, con facciones que parecían moverse sutilmente bajo la luz de las antorchas.
—¿Estás buscando algo? —preguntó Mateo, intrigado por la presencia del extraño.
El cliente sonrió bajo su capucha.
—No estoy buscando, comerciante. Estoy aquí para ofrecerte lo que más deseas.
Mateo frunció el ceño. ¿Qué podría saber este extraño sobre lo que él más deseaba?
—¿Y qué es lo que crees que deseo? —preguntó con desdén.
El cliente sacó la máscara que llevaba consigo y la extendió hacia Mateo.
—Esta máscara —dijo con una voz suave— te dará todo lo que has querido. Te dará reconocimiento, éxito, belleza… te convertirá en el hombre que siempre quisiste ser.
Mateo tomó la máscara en sus manos. Era ligera, y las facciones que en ella se reflejaban parecían perfectas, casi divinas.
—¿Qué debo hacer para tenerla? —preguntó, sin poder apartar la mirada de la máscara.
—Solo debes ponértela —respondió el cliente—. Pero te advierto: cada uso te llevará más lejos de lo que eres ahora. Pregúntate si el precio vale lo que ganarás.
Sin pensarlo más, Mateo se llevó la máscara a su rostro. Al instante, sintió una oleada de poder recorrer su cuerpo. Miró su reflejo en un espejo cercano y vio que ya no era el comerciante común que siempre había sido. Era más alto, más fuerte, más imponente. Sus facciones habían cambiado, ahora más perfectas, más bellas. Todos lo admirarían, todos querrían ser como él. Durante días, Mateo disfrutó de su nuevo yo. Al usar la máscara, las personas lo veían como alguien poderoso, invencible. Y cuanto más la usaba, más éxito tenía en sus negocios.
Pero, con el tiempo, Mateo notó algo extraño. Cada vez que se quitaba la máscara, su propio rostro se veía menos familiar. Las facciones que antes conocía se habían desdibujado. Su piel parecía más tensa, su expresión más vacía. Y, lo que era peor, empezaba a notar que la máscara se pegaba más a su rostro, como si ya no quisiera desprenderse.
Una noche, después de un largo día en el mercado, intentó quitarse la máscara, pero esta no se movía. Mateo tiró de ella, con todas sus fuerzas, pero era como si la máscara se hubiera fusionado con su piel. Entró en pánico. Frente al espejo, veía cómo la máscara se convertía en parte de él, borrando las líneas de su rostro, reemplazando sus rasgos por otros que no reconocía. Desesperado, comenzó a rasgar la máscara con las uñas, arrancándola con violencia. La piel se desgarraba, la sangre brotaba, pero Mateo no paraba. En su desesperación por recuperar su verdadero rostro, destruyó lo que quedaba de él.
Cuando finalmente logró quitarse la máscara, cayó al suelo, agotado y sangrando. Se arrastró hacia el espejo para ver su rostro, esperando encontrar al hombre que una vez fue. Pero lo que vio lo dejó sin aliento. Su rostro estaba desfigurado, pero en esa destrucción, vio algo más: la verdad. Debajo de todas las capas de ilusión, de todos los deseos de ser alguien más, estaba el rostro que había ignorado durante toda su vida. No era el más bello ni el más poderoso, pero era su verdadero rostro. Y en ese momento, comprendió lo que había perdido al tratar de ser alguien más.
El cliente misterioso volvió esa misma noche, como si hubiera estado esperando.
—¿Lo entendiste ahora? —preguntó el cliente, mirándolo con lástima—. El precio de la máscara no era el éxito ni el reconocimiento. El verdadero precio era olvidar quién eras.
Mateo, temblando, asintió con tristeza.
—Lo entendí demasiado tarde.
El cliente se acercó a él y, antes de marcharse, dijo:
—Siempre es tarde para quien busca ser alguien que no es. Recuerda: la verdadera riqueza está en aceptarte a ti mismo. Las máscaras solo te ocultan de la verdad.
Y así, Mateo se quedó solo en su tienda, con su verdadero rostro al descubierto, pero con una lección que nunca olvidaría.
Moraleja:
«Sé tú mismo; todos los demás ya están ocupados.» — Oscar Wilde
Este relato describe la lucha interna de Mateo, un comerciante que anhela reconocimiento y éxito, y su caída al perder su verdadero ser detrás de una máscara ilusoria. Mateo, desesperado, intenta arrancarse la máscara que ya se ha fusionado con su piel, y en ese proceso descubre que lo que más necesitaba era aceptar quién era realmente. El cliente misterioso actúa como una figura que cataliza el conflicto y el eventual despertar de Mateo.