«Cuando mi verdad salió a la luz en un almuerzo familiar narcisista» Una historia real de Sofia.

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Sofía estaba nerviosa. Mientras caminaba junto a Marcos, su primer novio, se apretaba los dedos con un nudo en el estómago. Le había hablado poco de su casa, pero hoy no podía evitarlo: iba a presentarlo. Su familia era otra historia. El amor que sentía por él, tan mayor, tan seguro, la hacía creer que tal vez todo saldría bien.

Marcos, con su camisa perfectamente planchada y el gesto siempre firme, la miraba con curiosidad. Nunca hablaba de su familia, pero tampoco le preguntaba. El respeto, o la indiferencia, eran dos cosas que Sofía no se atrevía a descifrar. Llegaron a la puerta de su casa, una fachada vieja, desconchada, con una maceta muerta al lado del umbral.

—Es aquí —dijo Sofía con una sonrisa incómoda.

Marcos la miró un momento, frunció el ceño por un segundo, y asintió sin decir nada. Entraron.

Dentro, la casa olía a humedad y a tabaco. El salón era oscuro, con muebles viejos, y un televisor encendido a todo volumen en el rincón. Un sillón ocupaba casi toda la sala, en el cual estaba tirado su padre, Ernesto, con una sonrisa enorme.

—¡Ah, mirá quién llegó! —dijo Ernesto poniéndose de pie con un entusiasmo fingido—. ¡El novio de mi nena! Vengan, pasen, que acá estamos en familia.

Sofía tragó saliva. Sabía que todo esto iba a ser difícil. Ernesto se acercó a Marcos con esa familiaridad incómoda, casi invasiva, que Sofía conocía de sobra.

—¿Cómo te llamabas? —preguntó, aunque Sofía ya se lo había dicho.

—Marcos, señor.

—¡Ah, claro, claro! Marcos. Buen tipo, ¿no? Se ve buen tipo, Sofi —dijo, dándole un codazo a Sofía y luego volviendo la mirada fija a Marcos—. ¿Y qué hacés vos, Marquitos? ¿A qué te dedicás?

—Yo soy estudiante.

Ernesto lo miró por un momento, valorando si debía seguir fingiendo o si esa conversación no valía la pena. Sonrió con esa mueca de zorro que Sofía odiaba tanto.

—Ah, bien. Estudiante, bien. Vida tranquila, ¿eh? Pero Sofi necesita, un hombre que la cuide. Porque acá, ya sabés, con el padre que tiene… —rió de su propio chiste, aunque ni Marcos ni Sofía le siguieron el juego.

Entonces entró la madre, Julia. Delgado cuerpo en un vestido demasiado pequeño, su cabello teñido de un rubio apagado y su mirada siempre nerviosa.

—Hola, Marcos —dijo ella, alzando las cejas como si viera una figura casi mítica frente a ella—. ¿Quieren tomar algo? ¿Una cervecita?

Sofía negó con la cabeza rápidamente, pero Julia ya había abierto la nevera. Sacó una cerveza caliente, la única en el fondo de la nevera casi vacía.

—Yo lo sirvo —dijo Ernesto, arrebatándole la botella a su esposa y sirviéndola en dos vasos sucios.

El ambiente se cargaba más por momentos. Marcos mantenía su postura, pero sus ojos empezaban a recorrer el lugar con mayor detenimiento. La mesa con una capa de polvo evidente, las migas en el suelo, las paredes manchadas. Sofía sintió el calor subirle a las mejillas de pura vergüenza.

—¿Y entonces? —Ernesto se inclinó hacia Marcos—. ¿Vos qué pensás, eh? ¿Pensás que vas en serio con mi nena?

Sofía sintió un puñal en el estómago. Marcos dudó por primera vez. Miró a Sofía, buscando una respuesta en sus ojos, pero ella estaba demasiado atrapada en el silencio incómodo.

—Sí —respondió Marcos, incómodo pero firme—. La quiero mucho.

Ernesto soltó una carcajada áspera, y Julia miró a su esposo como si fuera la única manera de saber cómo actuar. Luego, como si la conversación no le importara, Ernesto se dejó caer nuevamente en el sillón, tomando un largo trago de su vaso.

—¡Ah! Vos decís que la querés —murmuró con una sonrisa torcida—. El amor, claro. Pero mirá, Marcos, la vida es jodida, ¿sabés? Acá, la Sofi es una princesa, la tratamos como reina. Y a los reyes, hay que saber mantenerlos, ¿no?

Sofía se tensó, apretando los puños.

—Papá, basta —murmuró en voz baja, casi inaudible.

—No te preocupes, Sofi, yo solo hablo, soy sociable —Ernesto le guiñó el ojo a Marcos—. Bueno, bueno. Tranquilos, que ya me callo.

Julia tomó asiento a un lado, sin decir palabra, mirando a Sofía y luego a Marcos como si estuviera en una escena de teatro que no entendía bien pero de la que no podía escapar.

—Me parece que nos vamos a llevar bien —dijo Marcos, levantándose con una sonrisa tensa.

Sofía se levantó aliviada, como si hubiera esperado esa señal desde que entraron.

—Nosotros… nos vamos —dijo ella con la voz apenas quebrada.

—Claro, claro, vayan nomás —respondió Ernesto sin voltear a mirarlos, volviendo a perderse en la pantalla del televisor.

Marcos y Sofía salieron rápidamente. Afuera, el aire fresco les golpeó el rostro y Sofía suspiró, casi mareada. Marcos no dijo nada. Caminó unos pasos, en silencio, antes de voltear a mirarla.

—Me gustas mucho, Sofía, pero… —hizo una pausa incómoda—. No sé si esto es para mí.

Sofía sintió una ráfaga de frío recorriéndole el cuerpo, como si toda la seguridad que había sentido al principio se hubiera esfumado en un instante.

No hacía falta decir más.

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