El día en que me detuve
Durante años, mi vida había seguido un rumbo que nunca elegí del todo. Me levantaba cada mañana como si estuviera en piloto automático: me vestía, tomaba el café sin sabor, me subía al tren y llegaba a una oficina donde hablaba con gente que apenas conocía sobre cosas que me resultaban ajenas. Había momentos en los que pensaba: ¿Esto es todo? Pero rápidamente apartaba esos pensamientos. Había que seguir adelante.
Un viernes por la noche, mientras cenábamos, Laura me miró desde el otro lado de la mesa. «¿Estás bien?», me preguntó. «Hace tiempo que no te veo sonreír de verdad».
«Sí, estoy bien. Solo cansado», respondí sin pensarlo. Era la respuesta automática, la que siempre daba. Pero esa noche, sus palabras resonaron. Laura se había dado cuenta, y quizá era hora de que yo también lo hiciera.
El fin de semana siguiente, salí a caminar por el parque cercano, algo que no hacía desde hacía años. La mañana estaba fría y el cielo, gris. Me senté en un banco, viendo cómo la gente paseaba, algunos con sus perros, otros solos. Y fue ahí, sentado sin ninguna razón particular, que me di cuenta de algo que había estado evitando: ya no sabía quién era, ni qué quería. Mi vida había pasado a ser una sucesión de días repetidos, cada uno igual al anterior.
¿Cuándo dejé de estar presente?
Recordé cómo, años atrás, solía disfrutar de las cosas más simples: escribir, perderme en un libro, pasear sin rumbo. Había tantas cosas que me hacían sentir vivo, y ahora todo eso parecía tan lejano. Me di cuenta de que, de algún modo, me había desconectado de todo aquello que una vez me apasionaba.
Esa tarde, volví a casa y saqué una caja vieja del armario. Dentro estaban algunos cuadernos donde solía escribir cuando era más joven. Los abrí y me encontré con frases, ideas, cosas que soñaba con hacer. Ahí estaba yo, en esas páginas olvidadas. No pude evitar reírme al recordar quién era antes de que las responsabilidades, las expectativas y la rutina me hicieran perderme de mí mismo.
No cambié mi vida de un día para otro. No dejé mi trabajo ni emprendí un viaje hacia ningún lado. Pero algo sí cambió. Empecé a hacer espacio para mí, para las pequeñas cosas que me hacían sentir bien. Salí a caminar más seguido, retomé la lectura, y a veces, incluso me permití no hacer nada sin sentirme culpable por ello. No fue una transformación radical, sino más bien un reencuentro gradual conmigo mismo.
Hoy sé que no siempre podemos controlar lo que nos pasa, pero sí podemos detenernos a escuchar esa parte de nosotros que hemos silenciado. A veces, el simple hecho de detenerse es todo lo que necesitamos para volver a encontrarnos.
Moraleja: A veces, el mayor logro no es avanzar sin parar, sino detenerse a escuchar lo que realmente necesitamos.