«No hay celda más impenetrable que la culpa. Al final, todos somos prisioneros de nuestras acciones.» – Anónimo
Un relato escalofriante sobre una mujer que visita a su novio en prisión, donde cumple cadena perpetua por un crimen atroz: asesinarla.
Ayer fui a visitar a mi novio en la cárcel. Lleva ahí ya cinco años, pagando su condena de cadena perpetua. El ambiente del penal es siempre el mismo: gris, sofocante, impregnado de un silencio roto solo por el eco de pasos cansados y rejas que se cierran con un estruendo metálico.
Cuando lo vi, algo en mí se revolvió. Él estaba sentado al fondo de la sala de visitas, encorvado sobre sí mismo, temblando. Había perdido peso, el cabello se le caía en mechones, y sus ojos, aquellos que alguna vez me miraron con arrogancia, ahora solo reflejaban miedo. Y ahí, al fin, lo vi en su rostro: el arrepentimiento.
Ese imbécil había tardado demasiado, pero finalmente se daba cuenta de lo que había hecho. Me había matado.
Recuerdo esa noche con tanta claridad, como si cada segundo estuviera grabado a fuego en mi mente. Discutimos, gritamos, y en algún momento él perdió el control. Lo siguiente que sentí fue el frío de su mano alrededor de mi garganta, apretando, apagando la luz de mi vida. Y luego… nada.
Pero ahí estaba ahora, encadenado por el peso de su propia conciencia. Me miró, y en su temblor comprendí lo que estaba pensando. Me pidió perdón, con los labios entreabiertos y los ojos llenos de lágrimas no derramadas. Pero ya era tarde.
Porque lo que él no sabe, lo que nunca entenderá, es que su castigo no es la cárcel, ni la condena que le impusieron. Su verdadera prisión es el recuerdo de lo que hizo, el fantasma de su propia culpa. Un fantasma que siempre estará allí, igual que yo.
Al final de la visita, me levanté y le dediqué una última mirada. Se estremeció cuando me fui, como si el frío del más allá hubiera atravesado su piel. Me pregunto cuánto tiempo más le quedará para darse cuenta de que yo nunca me fui. De que nunca lo haré.