Relato de terror. El Pozo de las Almas Perdidas: Cuando el Amor de una Madre Enfrenta el Abismo de lo Desconocido


El Susurro del Pozo

María nunca había creído en las leyendas del pueblo. Historias viejas, decía, para asustar a los niños. Pero aquella tarde, cuando la voz de su hijo pequeño se oyó desde el fondo del pozo, su incredulidad se desmoronó.

Habían pasado tres semanas desde que Manuel, su hijo de seis años, desapareció. Los vecinos y la policía buscaron incansablemente, pero solo encontraron rastros difusos cerca del bosque. Algunos decían que había sido el río, otros susurraban que quizá algo peor lo había tomado.

María, agotada por noches de insomnio y el dolor desgarrador de no saber, se acercó al pozo una vez más. Era profundo, de piedra fría, olvidado en la parte trasera del terreno. Nadie lo había usado en años.

Esa tarde, justo cuando el sol comenzaba a esconderse, lo oyó.

—Mamá… —la voz era tenue, apenas un susurro que parecía desintegrarse en el aire.

María sintió un escalofrío recorrerle la columna. Se inclinó sobre el borde, con el corazón latiéndole en las sienes.

—¿Manuel? —su voz temblaba, incrédula.

—Mamá… tengo frío. Sáquenme de aquí…

El corazón de María se aceleró, su piel se erizó. No había nadie en el pozo. Lo sabían, lo habían revisado una y otra vez. Pero la voz… La voz era inconfundible. Era la de Manuel.

—No puede ser… —murmuró, con los ojos llenos de lágrimas.

Corrió a la casa por una linterna y una cuerda. No pensó en nada más que en salvar a su hijo. Amarró la cuerda a una de las vigas del cobertizo y la lanzó dentro del pozo, con la linterna en la mano.

—¡Manuel! ¡Voy por ti!

El eco de su propia voz rebotaba por las paredes húmedas. Empezó a descender con torpeza, el aire se volvía más frío a cada metro que bajaba. Los susurros de Manuel se hicieron más nítidos.

—Mamá… ya casi estás aquí.

El corazón de María saltaba entre esperanza y terror. Descendía con rapidez, pero mientras lo hacía, algo en su mente empezaba a advertirle que algo no estaba bien.

Finalmente, sus pies tocaron el suelo fangoso. La linterna iluminaba poco, pero distinguió una pequeña figura acurrucada en una esquina.

—Manuel… —sollozó. Su hijo estaba allí, o eso parecía. Su cuerpo encogido, el cabello enmarañado y sus ropas sucias.

—Mamá… tengo frío —repitió la voz. Pero algo en el tono era extraño, una nota áspera, casi metálica.

María avanzó, con la linterna temblando en su mano, iluminando el rostro de su hijo. Pero cuando la luz tocó su piel, se detuvo. Era él… pero no era él.

Sus ojos no parpadearon. Su piel, pálida como la cera, tenía un tono extraño, grisáceo. Y entonces lo entendió: esos ojos estaban vacíos. No había brillo, no había vida.

—Manuel… —su voz se quebró—. ¿Qué te han hecho?

—No es él —susurró una voz detrás de ella.

María se giró con horror. En la oscuridad, algo se movía. Una figura alta, esquelética, de ojos brillantes como brasas.

—Lo tomé. Él ya no está aquí. —La criatura se acercó lentamente, sus pasos resonando en el eco del pozo—. Pero puedes quedarte… con lo que queda de él.

María retrocedió, sintiendo el frío apoderarse de su cuerpo. Sus ojos, abiertos de par en par, no podían apartarse de la cosa que se aproximaba. Manuel… o lo que fuera esa cosa que alguna vez fue su hijo, levantó la cabeza. Sonrió, pero no era una sonrisa humana.

—Mamá, quédate conmigo —dijo con esa voz rota, antinatural—. Para siempre.

María gritó, el eco de su voz se elevó por las paredes del pozo, pero el mundo fuera de aquel agujero parecía distante, irreal. Y entonces sintió las manos frías, muchas, atrapándola desde las sombras.

El pozo devoró su grito.



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