Elena lo conoció en una fiesta de verano, cuando el calor del aire y la música ensordecedora hacían que todo pareciera irreal. Javier tenía una sonrisa fácil y una forma de hablar que la hacía sentir especial, como si el resto del mundo desapareciera cuando él la miraba. En poco tiempo, lo suyo se volvió una historia intensa, de esas que parecen consumir cada minuto del día. Elena se sentía viva, enloquecida por esa pasión arrolladora que parecía no tener límites. Nunca había experimentado algo así, y no quería dejarlo ir. Pero, con el paso de los meses, lo que al principio parecía amor, empezó a adquirir otro tono.
Javier tenía una manera extraña de preocuparse. Cada vez que Elena salía con sus amigas, él llamaba insistentemente, preguntando dónde estaba, con quién, y a qué hora volvería. Lo decía entre risas, pero sus ojos tenían una sombra que a Elena la hacía sentirse pequeña, culpable. «Es que me importas tanto», repetía él. Y aunque al principio aquello le pareció encantador, pronto se dio cuenta de que cada salida terminaba en una discusión. Javier nunca alzaba la voz, pero siempre había algo en sus palabras que la hacía dudar de sí misma. Lentamente, sin siquiera notarlo, Elena dejó de salir. «Es más fácil así», se decía, «él solo me quiere proteger».
Los días comenzaron a parecerse demasiado entre sí. Javier controlaba cada detalle de su vida: a quién veía, cómo se vestía, e incluso qué series veía en la televisión. «Es que yo sé lo que te conviene», le decía con una sonrisa que, con el tiempo, se volvió inquietante. Elena empezó a sentirse atrapada en una jaula invisible, pero cada vez que intentaba hablarlo, Javier la convencía de que estaba exagerando, que era solo el estrés, que él la amaba más que nadie. Y ella, temerosa de perder ese amor que había sido su única fuente de calor, cedía una y otra vez. Cada pequeña renuncia le dolía, pero el miedo a la soledad dolía más.
Una noche, tras una discusión que comenzó porque Elena se atrevió a hablar con un antiguo amigo, algo en ella se rompió. Javier, con su tono suave pero firme, le dijo que no podía seguir soportando que lo desafiara de esa manera. «Si me amaras de verdad, sabrías que lo hago por ti». Esa frase, que tantas veces había oído, esa misma que antes le había hecho sentir querida, ahora la asfixiaba. Fue entonces cuando Elena lo vio claro: Javier no la amaba, no de la forma en que uno debería amar. Lo suyo no era protección, era control. No era cariño, era posesión. Y ella ya no era la misma persona que había sido cuando lo conoció.
«El amor no debería pedirte que renuncies a tu libertad, ni hacerte olvidar quién eres. A veces, la jaula más cruel es la que no podemos ver.»