«El monstruo no siempre se esconde bajo la cama; a veces vive dentro de nosotros, esperando el momento para despertar.»
Manuel despertó sobresaltado. La casa estaba en silencio, pero algo lo inquietaba. Se frotó los ojos, sintiendo el sudor frío en su frente. Eran las 3:00 a.m., la hora en que siempre despertaba, pero esta vez había algo distinto, algo más… pesado en el aire.
Se levantó lentamente de la cama, notando la falta de sonido en la casa. No se escuchaba ni el suave respirar de su esposa, ni el murmullo del viento en las ventanas. Solo un silencio opresivo que le comprimía el pecho.
—¿María? —llamó, pero no hubo respuesta.
Las palabras se perdieron en el vacío. Avanzó por el pasillo oscuro, hacia la habitación de su hijo. Su corazón latía con fuerza, retumbando en sus oídos, cada paso se sentía interminable. Algo está mal, pensaba. El olor metálico lo golpeó de repente, como un puñetazo en el estómago.
Abrió la puerta de la habitación de David y, de inmediato, el aire se congeló. La tenue luz de la luna iluminaba el pequeño cuerpo de su hijo, envuelto en una mancha oscura sobre la cama. Su piel pálida contrastaba con el rojo que lo rodeaba. Manuel sintió que las piernas le fallaban.
—David… —su voz apenas fue un susurro.
Se acercó temblando. No podía ser real. Tocó el cuerpo frío de su hijo, buscando algo, cualquier señal de vida. Pero no había nada. Esto no puede estar pasando, pensó, intentando contener el pánico que se apoderaba de él.
—¿Qué… qué ha pasado? —gimió, llevándose las manos a la cabeza.
Corrió hacia la habitación de su esposa. El olor a sangre lo precedió, un olor agrio y pesado que llenaba el aire. Entró como una tormenta, con la esperanza absurda de que María estuviera allí, esperándolo, viva. Pero la escena que encontró fue peor de lo que imaginaba.
María estaba tendida en el suelo, los ojos abiertos, vacíos, mirando hacia la nada. El cuchillo aún sobresalía de su pecho, la sangre se había derramado a su alrededor en un charco que parecía teñir el mundo entero de rojo.
—¡María! —gritó Manuel, cayendo de rodillas junto a su cuerpo.
La tomó en brazos, la sacudió, intentando que despertara, que le dijera que todo era un mal sueño. Pero el silencio en la habitación lo envolvió como una manta pesada.
—¿Qué está pasando? ¿Quién hizo esto?
Las lágrimas rodaban por su rostro mientras sostenía el cuerpo sin vida de su esposa. La confusión lo envolvía, el miedo crecía como una sombra enorme. Y entonces, lo sintió. Un peso en su mano.
El cuchillo.
Manuel miró el arma, ahora en su mano temblorosa, cubierta de sangre fresca. ¿Cómo había llegado allí? Sus dedos estaban manchados, pegajosos. La realidad comenzó a fragmentarse. Su respiración se aceleró.
—No… yo no… —murmuró, retrocediendo hasta la pared, como si pudiera escapar de lo que acababa de ver.
—Lo hiciste, Manuel —una voz familiar resonó en su cabeza.
Se giró, buscando la fuente de la voz. No había nadie allí. Solo él y los cuerpos de su familia.
—Ellos iban a hacerte daño, Manuel. Tenías que detenerlos.
—¡No! —gritó, llevándose las manos a las sienes—. ¡Yo no hice esto! ¡Yo no lo hice!
Pero la voz en su cabeza persistía, implacable, como un eco oscuro.
—Te protegiste, Manuel. Estaban en tu contra.
El cuchillo cayó al suelo con un ruido seco. Manuel miraba a su alrededor, intentando entender cómo todo se había salido de control. Se levantó tambaleándose y corrió al baño. El espejo le devolvió la mirada de un hombre roto: ojos desorbitados, piel pálida, manchado de sangre.
—No puede ser… no soy yo —murmuraba una y otra vez, casi como un mantra.
Pero las imágenes en su cabeza no paraban de repetirse. Los gritos, el miedo, la confusión… y después, la sangre. Toda la sangre.
—Siempre fuiste tú, Manuel —dijo la voz, suave, envolvente, casi tranquilizadora—. Nadie más podría haberte protegido.
Se desplomó contra el suelo, cubriéndose el rostro con las manos. No había escapatoria de lo que acababa de recordar. El ruido de las sirenas a lo lejos apenas lo registró.
Minutos después, cuando la policía irrumpió en la casa, Manuel estaba sentado en el suelo, con la mirada perdida y el cuchillo a sus pies.
—No lo hice… no lo hice —susurraba.
Pero en su interior, sabía la verdad. Había sido él. Siempre había sido él.
Fin.