«La peor pesadilla no es aquello que te acecha desde la oscuridad, sino lo que llevas contigo sin darte cuenta.» —H.P. Lovecraft
La oscuridad en la casa de campo era absoluta, cortada únicamente por el tintineo del viento contra las ventanas. Clara y su hermano Diego se refugiaban en la sala de estar, pegados a la tenue luz de una vela que parecía desvanecerse con cada respiración que daban.
—¿Lo oíste? —preguntó Diego, con los ojos fijos en la puerta cerrada del sótano.
Clara asintió, incapaz de hablar. Habían sellado esa puerta con clavos después de que su padre muriera, convencidos de que lo que lo mató seguía allá abajo. Un rasguño, apenas audible, llegó desde el otro lado.
—No deberíamos estar aquí —susurró Clara, temblando.
—No hay otro lugar donde ir —Diego tragó saliva, sus manos aferrando el martillo que había usado para clavar la puerta.
El rasguño se volvió más intenso. Ahora parecía que algo estaba desesperado por salir.
—Diego, por favor… —pidió Clara, retrocediendo hacia la pared, con los ojos vidriosos de terror.
De repente, los golpes cesaron. Un silencio sepulcral envolvió la habitación. La vela parpadeó y se apagó, sumiéndolos en la negrura total.
—¿Diego? —Clara alcanzó a decir con la voz quebrada.
Unos pasos lentos y arrastrados se acercaron desde el sótano. No eran los de Diego. Un sonido áspero, como uñas arañando madera, rasgó el aire. Clara jadeó, buscó a tientas a su hermano, pero su mano tocó algo frío y húmedo en el suelo. Diego no estaba de pie.
—Clara… —dijo una voz rota, de ultratumba, desde la oscuridad—. No es Diego.
La puerta del sótano crujió al abrirse sola, y una figura esquelética emergió de las sombras, con el rostro desfigurado de su padre. Él, o lo que quedaba de él, sonrió.
—Siempre he estado aquí.
La criatura se lanzó sobre Clara, y en su último grito ahogado, comprendió: el rasguño no venía de dentro. Siempre había estado con ellos, entre ellos. Y ahora lo sentía respirar en su oído.