El reloj del destino
Javier sostenía el reloj entre sus manos, un artilugio pesado, de bronce envejecido, con finas inscripciones que el tiempo había ido borrando. Lo había heredado de su abuelo, quien antes de morir le advirtió con seriedad: «Este reloj detiene el tiempo, pero te costará un año de vida cada vez que lo uses. No lo tomes a la ligera, muchacho.» La advertencia le parecía ridícula, hasta el día en que su mejor amigo, Daniel, sufrió un accidente que lo dejó al borde de la muerte. El reloj parecía pesar más aquella noche, mientras Javier lo miraba con el ceño fruncido, sopesando su única opción.
—No puedes hacer eso, Javier —dijo Marta, con voz temblorosa, observándolo desde el otro lado de la habitación—. No vale la pena. Sabes lo que significa.
Javier no respondió de inmediato. Se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. Afuera, la lluvia caía incesante, cubriendo la ciudad en un manto gris. Era extraño pensar que, con solo girar la corona del reloj, todo se detendría: la lluvia, el viento, el sonido. El tiempo quedaría suspendido y él podría evitar que el camión golpeara a Daniel. Pero sabía bien lo que vendría después. Un año menos. Un año de vida arrancado sin remedio.
—Es Daniel. No puedo dejarlo morir —replicó Javier, con voz firme pero quebrada—. Ha sido mi hermano toda la vida.
Marta, con los ojos enrojecidos, se acercó un poco más, sin atreverse a cruzar la línea invisible que los separaba.
—¿Y qué pasa con tu vida? —su voz se endureció—. ¿Cuántos años crees que te quedan? Cada vez que lo usas, te estás consumiendo. Ya han sido dos veces, Javier. ¡Dos!
Javier cerró los ojos, su mente arremolinada en recuerdos. La primera vez había sido para salvar a su madre del incendio. La segunda, cuando Marta cayó gravemente enferma. Y ahora, Daniel. ¿Cuántos años más tendría que perder? El reloj vibraba suavemente en su mano, como si supiera que pronto sería activado.
—Tres años menos —dijo en un susurro—. Pero aún estoy aquí.
Giró la corona con decisión. Todo a su alrededor se detuvo. La lluvia quedó suspendida en el aire, las hojas en medio de su vuelo, y el camión, justo en el momento previo al impacto, quedó inmóvil. Javier corrió hacia Daniel, lo apartó del camino y dejó que el tiempo fluyera de nuevo. El rugido del motor del camión llenó sus oídos cuando pasó de largo. Javier cayó al suelo, exhausto. Un año menos.
Al día siguiente, Marta entró a la habitación con una expresión sombría.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
—Viejo —respondió él, con una sonrisa amarga—. Como si cada parte de mí estuviera oxidada.
Hubo un largo silencio, roto solo por la respiración agitada de Javier. Marta lo miró con una mezcla de tristeza y desesperación. No podía soportar verlo desgastarse de esa manera.
—No puedes seguir así —dijo finalmente, acercándose más—. Hay algo que no te he dicho.
Javier la miró confundido. Marta tomó aire, y su mirada se clavó en él, llena de culpabilidad.
—El reloj… No fue tu abuelo quien lo encontró. Fui yo. —Su voz temblaba mientras hablaba—. Y lo he usado. Demasiadas veces. Pero no para salvar a nadie. Lo usé por egoísmo, por miedo a perderte. Te he robado los años que perdí. Tú pagas el precio, no yo.
Javier se quedó en silencio, sintiendo cómo el suelo se desvanecía bajo sus pies. La realidad lo golpeó como una ráfaga fría: cada vez que había usado el reloj, había salvado una vida… pero había condenado la suya.
Moraleja:
A veces, los sacrificios que hacemos por amor pueden parecer heroicos, pero cuando el precio es nuestra propia vida, debemos preguntarnos si estamos realmente salvando a los demás o si estamos atrapados en un ciclo de autodestrucción. El amor, cuando se convierte en una carga tóxica, consume tanto a quien da como a quien recibe.