El puente de los encuentros

Un viaje a través del abismo de uno mismo, donde cada paso revela los ecos del pasado que forjan el presente.

El puente de los encuentros

Cada noche, sin excepción, cuando el hombre solitario cerraba los ojos, el sueño lo arrastraba al mismo lugar. Aparecía de pie frente a un puente largo y delgado, suspendido sobre un abismo oscuro que se extendía hasta donde su mirada no alcanzaba a ver. La niebla lo envolvía todo, pero a pesar de ello, podía ver claramente las viejas tablas de madera, algunas desgastadas, otras medio rotas, que lo invitaban a cruzar. Al otro lado, siempre lo esperaba algo diferente. El hombre no sabía por qué, pero una fuerza invisible lo empujaba a dar el primer paso.

El crujido de la madera bajo sus pies apenas comenzaba cuando vio emerger de la niebla una figura pequeña. Era un niño. No un niño cualquiera, sino él mismo, el niño que alguna vez fue. Vestía la ropa simple y desgastada de su infancia, con los ojos abiertos como platos, llenos de un miedo que lo paralizaba. El hombre lo reconoció de inmediato: era el niño que se había escondido en los rincones de su mente, temeroso de todo, incapaz de enfrentar el mundo que se abría ante él.

Encuentro con el Niño El hombre, de pie en el puente, se encuentra cara a cara con el niño que fue. El niño está vestido con ropa sencilla y desgastada, mostrando una expresión de miedo en su rostro, sus ojos grandes y brillantes llenos de temor. El hombre adulto extiende su mano, intentando acercarse, pero el niño retrocede. La niebla a su alrededor está cargada de un ambiente melancólico, y el crujido de las tablas bajo sus pies acompaña el tenso intercambio entre ambos.

—Tenía miedo de estar solo —dijo el niño sin mover los labios, como si el pensamiento hubiera cruzado directamente de una mente a otra.

El hombre intentó acercarse, quiso abrazarlo, pero el niño retrocedió. No estaba allí para ser consolado, sino para recordar.

—El miedo me hizo débil, pero también me hizo fuerte —continuó el niño—. Sobreviví porque aprendí a esconderme.

Con esas palabras, el niño desapareció, disolviéndose como el humo que se pierde en el viento. El hombre, con el corazón aún palpitante por el encuentro, siguió caminando, sintiendo que el peso en sus hombros se hacía más ligero.

Unos metros más adelante, otra figura surgió de la niebla. Esta vez, se encontró cara a cara con un joven. Era él mismo en la turbulencia de la adolescencia, con el cabello revuelto, los ojos encendidos de rebeldía y el gesto duro de quien cree que lo sabe todo. Lo miró con desdén, como si aquel hombre que ahora era hubiera traicionado sus ideales.

—Nunca quise ser como tú —dijo el joven, cruzando los brazos—. Luché contra todo y todos porque quería ser libre, porque quería algo más que esta vida aburrida que llevas ahora.

El hombre no respondió. Sabía que no había palabras que pudieran calmar esa furia. Había sentido esa misma rabia, el mismo impulso de romper las cadenas que él mismo se había impuesto.

—Te perdiste en tu propia furia —le dijo finalmente—. Pero también aprendiste a pelear.

El joven lo miró en silencio durante un instante que pareció eterno, luego asintió y se desvaneció en la bruma, dejando un rastro de su rebeldía en el aire.

El puente crujía bajo sus pies, pero el hombre ya no sentía miedo. El siguiente encuentro lo esperaba al final del puente, donde la niebla se disipaba un poco. Allí, frente a él, estaba la figura más dolorosa de todas: un adulto. No era solo un adulto, era él mismo, el hombre decepcionado que había llegado a la conclusión de que la vida no era más que una larga serie de derrotas. Lo miró con ojos apagados, los hombros caídos bajo el peso de todas las decisiones equivocadas.

—Hiciste lo mejor que pudiste —dijo el hombre decepcionado, su voz quebrada—, pero no fue suficiente.

Las palabras cayeron como una losa entre ellos. Sabía que ese hombre representaba todas las veces que se había rendido, todas las esperanzas que había dejado morir por miedo, por cansancio, por creer que no había más oportunidades.

—No fue suficiente —repitió el hombre solitario—. Pero aún no es el final.

Por primera vez, el hombre decepcionado alzó la mirada y en sus ojos apagados brilló una chispa de comprensión. No desapareció como las otras versiones de sí mismo. Simplemente dio un paso atrás, cediendo el lugar.

El hombre solitario cruzó el último tramo del puente. Al otro lado, la niebla había desaparecido por completo. Todo era claro y luminoso, aunque no había sol ni cielo que lo justificara. Allí, en ese espacio abierto y tranquilo, se encontró con todas sus versiones: el niño, el adolescente, el hombre decepcionado. Todos lo miraban en silencio, sin juicio, sin reproche.

El Final del Puente El hombre ha llegado al final del puente. La niebla se ha disipado y, en un claro luminoso, se encuentra con las versiones de sí mismo: el niño, el adolescente rebelde, y el hombre decepcionado. Los tres lo observan en silencio, sin reproches, simplemente estando presentes. La escena es pacífica, iluminada con una luz suave y cálida que llena el espacio, representando la aceptación y la paz interior del hombre al reconciliarse con sus versiones pasadas.

Entonces, comprendió. El puente no era un camino hacia otro lugar; era un recorrido hacia su propio interior. No podía avanzar hacia el futuro sin antes aceptar a todas esas partes de sí mismo que había tratado de ignorar. Y ahora que lo había hecho, el peso de cada una de sus decisiones pasadas se volvió más liviano, como si la culpa y el arrepentimiento fueran finalmente liberados.

Por primera vez en mucho tiempo, el hombre sonrió. Sabía que el puente siempre estaría ahí, que en cualquier momento podría regresar a encontrarse con esas versiones de sí mismo. Pero también sabía que, ahora, el camino hacia adelante estaba despejado, y que el futuro lo esperaba con la serenidad que tanto había anhelado.

Y así, con pasos ligeros, dejó atrás el puente y caminó hacia lo desconocido, sin miedo.

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