«Lo que llamamos muerte no es sino el fin de nuestra percepción de la locura.»
— Edgar Allan Poe
Una novia perturbada lucha por distinguir entre la realidad y sus propios recuerdos mientras el eco de un crimen olvidado vuelve para atormentarla.
Recuerdo claramente la primera vez que supe que algo andaba mal en mí. Fue el día de mi boda, cuando ya llevaba una semana sin dormir. Estaba frente al espejo, ajustando el velo sobre mi cabeza, cuando vi su reflejo… el de él. Mi novio, Sebastián, sonriendo detrás de mí, como siempre, pero con algo distinto en los ojos. Un brillo extraño, quizás. Me estremecí, pero lo atribuí a los nervios. «Estás hermosa», me dijo con suavidad. Le devolví la sonrisa, aunque sentía la piel erizárseme.
Avancé por el pasillo de la iglesia, el eco de mis pasos resonaba como el tic-tac de un reloj que no se detenía. Cuando llegué al altar, no estaba allí. Nadie lo mencionó. Nadie preguntó por él. La ceremonia continuó, y yo, en mi silencio, sentía su mano invisible sobre la mía. No podía entender por qué nadie más lo veía.
Días después, supe lo que había pasado. Habían encontrado el cuerpo de Sebastián, o lo que quedaba de él. Lo curioso es que yo me sentí aliviada cuando lo escuché. Algo dentro de mí se relajó, como si un peso que no sabía que llevaba se hubiera desvanecido de pronto. No recordaba exactamente dónde lo había dejado la última vez que lo vi. Había sido un día largo, y nuestras discusiones ya eran insoportables. Su voz se superponía a la mía, chocando en un caos de palabras que no entendía del todo, pero que me hacían perder el control.
El inspector me hizo preguntas. «¿Sabías que estaba desaparecido?», me dijo. Claro que lo sabía, pero no me atreví a decir que la idea de tenerlo lejos me hacía sentir en paz. Que, de alguna forma, la angustia se diluía con su ausencia. En lugar de responder, solo asentí. Fue entonces cuando los fragmentos comenzaron a volver, como piezas sueltas de un rompecabezas macabro.
Esa última noche… Sebastián gritaba, yo gritaba más fuerte. Él me miraba con esos ojos desorbitados, acusándome de cosas que no recordaba haber hecho. El cuchillo estaba ahí, brillante, frío. No sé en qué momento acabé sobre él, pero recuerdo la sensación de la hoja cortando el aire. Recuerdo su sangre tiñendo el suelo y cómo, por primera vez en meses, el silencio llenó la habitación. Luego… nada.
No sé cómo, pero llevé su cuerpo lejos. Quizás lo arrastré por la alfombra hasta el coche, quizás lo dejé en el bosque, o en algún lugar donde las sombras eran densas. No sé, no lo recuerdo. Solo sé que estaba cansada, tan cansada. Por eso, cuando me dijeron que habían encontrado el cuerpo, lo único que pude sentir fue un alivio profundo, casi liberador. Porque ya no tenía que preocuparme de que volviera. Ya no tenía que soportar esa voz en mi cabeza, esa constante presión.
Aunque ahora, mientras escribo estas palabras, sé que me estoy mintiendo. Porque anoche lo vi de nuevo, en el espejo, sonriendo como lo hizo aquel día. Y esta vez no había nada de humano en sus ojos.
El cuchillo sigue sobre la mesa. Afuera, los pájaros cantan. Y yo me pregunto si esta vez también lo olvidaré, si este silencio volverá a llenarse de gritos.
Quizás, después de todo, él nunca se fue realmente.