Cuentos Psicológicos. El arquitecto y la torre

«Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan.»Proverbio árabe

En una ciudad bulliciosa, rodeada de colinas y ríos, vivía un joven arquitecto llamado Isaac. Había ganado fama por su habilidad para diseñar edificios imponentes y funcionales. Su talento era innegable, y su ambición, ilimitada. Fue entonces cuando recibió el encargo más importante de su vida: el gobernante de la ciudad le pidió que construyera la torre más alta y majestuosa jamás vista, una estructura que simbolizara el poder y la grandeza del reino, una torre que durara por generaciones.

Isaac estaba encantado. Para él, esto representaba la oportunidad de consolidar su nombre en la historia. No solo sería el arquitecto más renombrado del reino, sino que su obra sería eterna. Su mente se llenó de planos y cálculos, de cómo hacer que la torre soportara el paso del tiempo y las inclemencias del clima. Pero en su obsesión por la altura y la durabilidad, Isaac se olvidó de algo esencial: el corazón de su obra.

Durante meses, Isaac supervisó cada detalle de la construcción. Trabajaba incansablemente, empujando a sus obreros a seguir su ritmo frenético. Entre los obreros había un anciano albañil, llamado Omar, que había trabajado en construcciones durante toda su vida. Sus manos eran fuertes y hábiles, aunque el tiempo había dejado su marca en su rostro. A menudo, Omar se detenía para observar a Isaac, quien corría de un lado a otro con su mente fija en el futuro de la torre.

Una tarde, mientras el sol comenzaba a descender, Omar se acercó al joven arquitecto, que repasaba los planos una y otra vez.

—Esta torre será la más alta que haya visto la ciudad —dijo Omar, con una sonrisa tranquila—. Pero, dime, ¿qué es lo que la hará perdurar?

Isaac, sin levantar la vista de sus planos, respondió con arrogancia:

—Su altura, por supuesto. Y los materiales que estoy utilizando. Esta torre estará en pie por siglos. La gente recordará mi nombre porque será eterna.

Omar asintió lentamente, aunque la respuesta no le parecía suficiente.

—He trabajado en muchas construcciones a lo largo de los años —dijo el anciano—. Algunas grandes, otras pequeñas. Pero he aprendido que lo que realmente deja huella no es lo grande que es una obra o cuánto tiempo dure. Es lo que pones en ella. Si construyes solo pensando en la duración, te perderás el verdadero propósito.

Isaac lo miró, algo molesto.

—¿Qué estás diciendo, Omar? —preguntó con una risa desdeñosa—. Las estructuras duraderas son las que permanecen. No tiene sentido construir algo que no dure.

El anciano se encogió de hombros, sin perder su calma.

—Todo lo físico es pasajero, Isaac. Lo que permanece son las huellas que dejas en aquellos que trabajan contigo, en la dedicación y el amor que pones en cada piedra, en cada rincón. No se trata solo de la altura, sino de cómo vives el proceso. Esa es la verdadera eternidad.

Isaac desestimó las palabras de Omar, creyendo que eran el producto de un hombre que ya había perdido ambición. Continuó su trabajo, obsesionado con cada detalle técnico, cada cálculo para asegurarse de que la torre fuera la más alta y duradera. Los días se convirtieron en meses, y finalmente, la torre se alzó en todo su esplendor. Era majestuosa, imponente, y dominaba la ciudad desde su cima.

La inauguración fue un evento grandioso. La gente acudió de todas partes para admirar la obra de Isaac, y el joven arquitecto fue aclamado como un genio. Estaba eufórico, convencido de que había alcanzado la grandeza que tanto deseaba.

Sin embargo, solo unos años después, una tormenta feroz azotó la ciudad. Los vientos huracanados y las lluvias torrenciales golpearon la torre con una fuerza inesperada. Isaac, que observaba desde la seguridad de su hogar, miraba con horror cómo su creación más grande comenzaba a tambalearse. En cuestión de horas, la torre, que había sido su mayor orgullo, colapsó. El estruendo de su caída resonó por toda la ciudad.

Al día siguiente, Isaac caminaba entre los escombros, incapaz de aceptar lo que había sucedido. Los restos de la torre yacían dispersos por todas partes, como si nunca hubiera existido.

—He fracasado —murmuró, su voz temblando de desesperación—. Todo mi trabajo, todo mi esfuerzo, ha sido en vano.

Omar, el anciano albañil, que también había acudido al lugar, se acercó a Isaac. Colocó una mano en su hombro y lo miró con una mezcla de compasión y sabiduría.

—No has fracasado, Isaac —dijo con suavidad—. La torre era física, y como todo lo físico, estaba destinada a desaparecer. Pero las huellas que dejaste en los que trabajaron contigo, la dedicación que pusiste en cada día de construcción, esa es la verdadera obra que permanece. Las personas no recordarán la altura de la torre, sino lo que significó construirla, lo que aprendieron en el proceso.

Isaac lo miró, sus ojos llenos de dudas y dolor.

—Pero la torre ya no está. Mi legado se ha desmoronado con ella.

Omar sonrió, con la paciencia de quien ha vivido más allá de las apariencias.

—El verdadero legado no está en las piedras, Isaac. Está en lo que esas piedras representan. ¿Ves a los obreros? Ellos no recordarán la torre por su caída, sino por las lecciones que aprendieron mientras la levantaban. Tu obra no fue solo la torre, sino lo que sembraste en ellos. Eso, mi joven amigo, es lo que perdurará. Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan.

Isaac, que había sido tan ciego a las palabras del anciano antes, ahora comprendía el profundo significado de lo que Omar había intentado enseñarle. La grandeza de una obra no se mide solo por su permanencia física, sino por el impacto que tiene en quienes participan en su creación, por la pasión y el cuidado con los que se construye.

Aunque la torre ya no existía, Isaac sintió que su verdadera obra había comenzado en ese momento: no en la piedra y el mortero, sino en el legado que había dejado en las personas, en el corazón de su trabajo.

Moraleja:
«Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan.»Proverbio árabe


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