Cuentos Psicológicos. El escultor y la piedra

«Conviértete en quien eres.»Friedrich Nietzsche

Aarón era un escultor famoso en su ciudad, admirado por todos por su capacidad para convertir los bloques de mármol en figuras tan detalladas y expresivas que parecían cobrar vida. Su taller, ubicado en lo alto de una colina, siempre estaba lleno de gente que venía a encargarle estatuas o simplemente a admirar su trabajo. Sin embargo, Aarón no se sentía satisfecho. Aunque su obra era apreciada, algo en su interior lo mantenía inquieto, como si lo que creaba no fuera suficiente.

Había una estatua en particular que lo había obsesionado durante meses: un encargo especial del rey, que le había pedido esculpir la figura de un dios con una perfección imposible. Aarón había comenzado con entusiasmo, pero pronto se dio cuenta de que la piedra que tenía entre manos se resistía a tomar forma. No importaba cuánto trabajara, no lograba que la figura emergiera de la piedra de la manera en que la imaginaba.

Una tarde, después de otro frustrante día de trabajo, Aarón se quedó solo en su taller, mirando el bloque de mármol frente a él. Sus herramientas estaban esparcidas por el suelo, y las marcas en la piedra eran torpes y sin vida. Se sentía derrotado. Sabía que el rey esperaba algo majestuoso, y el tiempo se agotaba.

Mientras Aarón se sentaba frente a la piedra, la puerta de su taller se abrió lentamente. Un anciano, que parecía haber pasado inadvertido entre la gente del pueblo, se acercó. Era un hombre de rostro arrugado, con los ojos llenos de una calma extraña y una túnica simple que arrastraba por el suelo.

—He oído que eres el mejor escultor de estas tierras —dijo el anciano con una voz suave, pero llena de autoridad—. Pero pareces enfrentarte a una batalla que no puedes ganar.

Aarón levantó la vista, sorprendido por la intrusión, pero demasiado cansado para discutir.

—La piedra se niega a ceder —murmuró Aarón, mirando el mármol como si fuera su enemigo—. He trabajado horas y horas, pero no consigo que esta figura cobre vida. No puedo ver al dios dentro de esta roca.

El anciano sonrió ligeramente y se acercó al bloque de mármol, pasando la mano por su superficie fría.

—¿Y quién te dijo que debes ver lo que hay dentro de la piedra? —preguntó el anciano, mirando a Aarón con curiosidad—. Tal vez lo que estás buscando no está en la piedra, sino en ti.

Aarón frunció el ceño, molesto por lo que le parecía una charla sin sentido.

—¿Qué estás diciendo? —replicó con un tono irritado—. Soy un escultor. Mi trabajo es liberar la figura de la piedra, darle forma, perfección. Si no puedo hacerlo, habré fracasado.

El anciano se quedó en silencio por un momento, y luego respondió con tranquilidad:

—El problema no está en la piedra, joven Aarón. Es tu necesidad de control lo que te está bloqueando. No puedes imponerle a la roca lo que tú deseas. Debes dejar que ella te muestre lo que ya es. La perfección que buscas no existe en una imagen preconcebida, sino en aceptar lo que la piedra quiere ser.

Aarón lo miró, confundido y un poco molesto. Para él, la idea de «dejar que la piedra decida» era absurda. Un escultor debía tener control absoluto sobre su material, ¿cómo iba a ceder?

—Eso suena a tonterías de viejos —respondió Aarón—. El arte es control. Si no puedo imponer mi visión, no puedo crear.

El anciano suspiró, pero en lugar de insistir, simplemente dijo:

—Cuando estés listo para escuchar a la piedra, Aarón, descubrirás lo que significa ser un verdadero artista.

Con esas palabras, el anciano salió del taller, dejando a Aarón solo, inmerso en su frustración.

Durante los días siguientes, Aarón intentó olvidarse de las palabras del anciano, pero no pudo. Cada vez que se paraba frente al mármol, sus manos temblaban. Sus intentos por moldear la piedra solo resultaban en más errores, y la imagen que tenía en mente se volvía cada vez más inalcanzable. Finalmente, un día, en un arrebato de furia y agotamiento, Aarón tiró sus herramientas al suelo y se quedó mirando la piedra como si fuera un enemigo.

—¡Maldita sea! —gritó, golpeando el bloque con el puño—. ¡Nunca seré capaz de terminar esto!

De repente, algo dentro de él se quebró. En ese momento de frustración total, Aarón tomó el martillo y, sin pensarlo, golpeó la piedra con toda su fuerza. Un gran trozo de mármol cayó al suelo, y cuando el polvo se asentó, lo que quedó al descubierto no era una figura perfecta, sino una forma tosca y abstracta.

Aarón cayó de rodillas, respirando con dificultad. No era la imagen del dios que había imaginado. No tenía los detalles minuciosos ni la perfección que había intentado imponer. Pero había algo en esa forma ruda que le hablaba de una manera que sus otras obras nunca lo habían hecho. Era cruda, era real, y de alguna manera, reflejaba más verdad que todas sus esculturas anteriores.

El anciano volvió a aparecer en el umbral de la puerta, como si hubiera estado esperando ese momento.

—Ahora lo ves, Aarón —dijo, con una leve sonrisa en los labios—. No necesitabas controlar la piedra. Solo necesitabas liberarte a ti mismo. Esta figura no es lo que imaginabas, pero es exactamente lo que debía ser. Es tu verdad, no la del mármol.

Aarón, con lágrimas en los ojos, comprendió finalmente lo que el anciano había querido decir desde el principio. No se trataba de imponer una visión perfecta, sino de permitir que el arte fluyera desde dentro, sin forzar ni controlar. La verdadera obra maestra no era la imagen de un dios que tenía en su mente, sino la esencia de lo que él era, reflejada en aquella forma imperfecta.

Moraleja:
«Conviértete en quien eres.»Friedrich Nietzsche


Este relato presenta a Aarón, un artista que lucha con la necesidad de perfección y control, y encuentra la catarsis en el momento en que rompe su obra, solo para descubrir su verdadera esencia. La acción de golpear la piedra en un momento de frustración es lo que lo lleva a su transformación interna, y el anciano actúa como un guía que le ayuda a encontrar su propia verdad.

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