Un relato futurista para la gestión del duelo.
El silencio del espacio era algo a lo que Alice nunca se había acostumbrado, incluso después de años viviendo en Nova Europa, uno de los primeros planetas colonizados por la humanidad. Era un silencio que te tragaba entero, que no permitía que los pensamientos resonaran más allá de los límites de la mente. A veces, sentía que ese silencio la ahogaba más que el vacío que separaba los planetas. Y, en ese mismo silencio, había vivido desde que perdió a Tomás.
Cada día, desde aquel desastre espacial, se repetía el mismo ritual: revisaba los mensajes estelares que llegaban a su terminal personal, esperando, aunque sabía que no recibiría nada. Pero aquella mañana, cuando el indicador de «nuevo mensaje» parpadeó en la pantalla, Alice sintió un nudo en el estómago.
—¿Un mensaje nuevo? —murmuró, más por miedo que por sorpresa. El remitente estaba codificado, pero el sistema lo marcaba con una fecha antigua. Muy antigua.
Temblando, abrió el archivo. De inmediato, un holograma se proyectó en el aire. Y allí estaba, como si el tiempo no hubiera pasado: su hijo Tomás. La misma sonrisa traviesa, el mismo cabello despeinado. Solo que esta vez, había algo diferente en su mirada. Algo que nunca había notado antes.
—Hola, mamá —dijo Tomás, su voz resonando suavemente en la habitación vacía.
Alice contuvo el aliento. Era una grabación. Sabía que lo era. Pero eso no impedía que su corazón latiera desbocado.
—Sé que te preocupas por mí, siempre lo haces —continuó él, su tono desenfadado contrastando con la gravedad de sus palabras—. Y supongo que ahora te estarás preguntando qué pasó. No quiero que lo hagas. No quiero que busques respuestas donde no las hay. Esta misión… no salió como esperábamos.
Alice sintió un pinchazo en el pecho. Ese era el Tomás que siempre había conocido: valiente, decidido, siempre buscando calmarla aunque él fuera el que estaba en peligro.
—Todo ha sido muy rápido —su voz titubeó un instante—. Y no tengo mucho tiempo. No sé si este mensaje te llegará. Pero, si lo hace, quiero que sepas algo. No te sientas culpable. Esto no fue tu culpa.
El holograma de Tomás se desvaneció por un segundo, y Alice sintió el impulso de gritar, de pedirle que no se fuera.
—Te quiero, mamá. Siempre lo he hecho. Y siempre lo haré. No importa dónde esté. Nos volveremos a ver, de alguna manera.
El holograma quedó en silencio, pero Tomás seguía allí, mirándola. No era una despedida apresurada ni desgarradora. Era tranquila. Sereno. Como si lo hubiera sabido desde el principio. Como si estuviera en paz.
Alice se dejó caer en la silla, incapaz de apartar los ojos de la imagen holográfica que empezaba a desvanecerse.
Había pasado tanto tiempo buscándolo, tantas noches sin dormir, imaginando lo que podría haber hecho para evitar su muerte, tantos días culpándose por haberlo alentado a seguir sus sueños. Pero él, desde un lugar perdido en las estrellas, le había hablado con una claridad que ella jamás había tenido.
—Perdóname, Tomás —susurró, las lágrimas cayendo por su rostro sin control—. Yo no estaba preparada para esto. Nunca lo estuve.
El holograma finalmente desapareció, y Alice se quedó sola en la habitación, enfrentándose al eco de la última mirada de su hijo. Una mirada que, por fin, la había liberado.
Había perdido tanto tiempo aferrándose al dolor, pero Tomás, desde más allá del desastre, la había enseñado a soltar. El vacío que la había rodeado durante años comenzó a llenarse de algo distinto. No de alegría, pero sí de una paz tenue, de un entendimiento de que la vida seguía su curso, incluso entre las estrellas.
Y, en ese momento, en medio del silencio del espacio, Alice se dio cuenta de que no había más que hacer, más que sentir, más que dejar ir.
Se levantó, tomó una última bocanada de aire y apagó la terminal. Por primera vez en años, el silencio dejó de ser un enemigo. Era solo eso: silencio. Y por fin, estaba en paz.
Moraleja: A veces, aceptar la pérdida es el único camino hacia la verdadera paz. No podemos controlar el destino ni cambiar el pasado, pero podemos aprender a soltar el dolor y encontrar consuelo en los recuerdos. El duelo no se trata de olvidar, sino de aprender a vivir con el amor que permanece.