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Nunca me di cuenta de cuánto pesaba el silencio hasta que empecé a llenar mi casa con risas y pequeñas conversaciones llenas de curiosidad. Algo como: mi hija me pregunta por qué el cielo es azul o cómo es posible que las estrellas brillen desde tan lejos. Es una sensación extraña, porque mi infancia fue tan silenciosa y carente de momentos como este que casi podría jurar que había olvidado cómo sonaban.
Mi madre siempre lo hacía todo bien, o al menos eso decía. Se esforzaba en dejar claro que éramos una “familia modelo”, o al menos que ella lo era. Todo giraba en torno a ella: sus méritos, sus sacrificios. «Mira lo que hago por ti», solía decir, cuando me compraba algún vestido caro que no quería ni necesitaba, pero que, según ella, me haría ver “presentable”. Presentable para los demás, claro, no para mí. Porque para ella, nunca fue un problema cómo me hacía sentir, solo era importante que las demás madres envidiaran su “dedicación”.
Recuerdo una tarde, tendría unos doce años, una de esas pocas veces en las que intenté decirle lo que pensaba. Estábamos de compras en una tienda. Mientras ella se felicitaba a sí misma por ser una gran madre, por haber gastado tanto dinero en mí, le dije que prefería no salir, que no necesitaba vestidos nuevos, que lo que más deseaba era… no sé, que habláramos. Solo nosotras dos, sin críticas, sin quejas.
Me miró durante unos segundos, como si hubiera dicho algo ridículo. “¿Hablar? ¿De qué? Siempre te lo doy todo. ¿Qué más quieres de mí? Malagradecida…” Recuerdo su voz, fría y distante, y fue la primera vez que me di cuenta de que no era más que un reflejo de ella, una extensión de lo que quería proyectar al mundo. Nunca había un verdadero espacio para mí.
Muchos años después, siendo una mujer adulta con una carrera sólida y una familia que me da vida, miro hacia atrás y veo lo poco que se aprende sobre el amor en una casa así. Para ella, el éxito no era amor; era una medalla, una competencia. Pero para mí, el éxito no es lo que he logrado profesionalmente, aunque esté orgullosa de ello. Para mí, el verdadero éxito es ver a mis hijos jugar en el jardín, libres, sin preocuparse por lo que piensen los demás o lo que la sociedad considere adecuado.
Hoy la abracé sin pensarlo, sin dudar, simplemente la abracé. Mientras lo hacía, me llegó un pensamiento. ¿Cuántas veces mi madre me sostuvo así, sin razón alguna? La respuesta es dolorosamente simple: ninguna. Pero está bien; lo acepto y lo dejo ir. El pasado es pasado, pero mi presente… mi presente es mío.
Y cuando finalmente cierro los ojos por la noche, no sueño con el éxito que habría complacido a mi madre, sino con la paz que he logrado construir. Mi hogar es lo que siempre quise: más refugio, menos escaparate.
Con el tiempo entendí que esperar que mi madre fuera alguien distinta era una batalla perdida, una que solo me agotaba y me llenaba de resentimiento. No podía cambiarla, pero sí podía cambiar cómo la veía. Aprendí que la aceptación no es rendirse, sino soltar el peso que nunca debió ser mío.
Hoy, cuando veo a mi madre, no siento rencor, sino compasión. Comprendí que ella también llevaba su propia carga, quizás más pesada de lo que yo sabía. No la disculpo, pero la entiendo. Y en esa comprensión, he encontrado paz.
Al final, aceptarla tal como es me liberó. Mi éxito no radica en haberla cambiado, sino en haberme liberado de la necesidad de hacerlo. Porque al aceptar su narcisismo, me di cuenta de que siempre tuve el poder de elegir lo que quería para mi vida, y lo que elegí fue amor.