Cómo el peso de las expectativas y miedos ajenos puede agotarnos, y el viaje interior para aprender a soltar lo que no nos pertenece
Elena caminaba por la vida como quien arrastra una sombra pesada. A simple vista, su figura esbelta y su andar decidido no parecían denotar el cansancio que llevaba dentro, pero ella lo sentía, profundo y constante, un peso sordo que le apretaba el pecho y le hacía cada día más difícil levantarse. «No puedo más», repetía, ya casi por costumbre, a sus amigas y familiares, aunque, al preguntarle qué la agotaba tanto, sólo recibía una respuesta vaga y confusa: «Es que… todo. La vida, supongo». Sin saberlo, cada vez que pronunciaba esas palabras, algo en su interior se hundía un poco más.
Una noche, después de otro día lleno de quejas silenciosas y sonrisas forzadas, Elena cayó rendida en un sueño tan profundo como extraño. Se encontraba en un bosque cuya niebla parecía estar hecha de sus propios pensamientos, difusos e inquietos. Avanzaba con dificultad por un sendero tortuoso, sintiendo que cada paso la hundía más en la tierra, hasta que se topó con una figura que surgió entre los árboles: un anciano de rostro surcado por arrugas, como un mapa antiguo y sabio. Sus ojos, sin embargo, eran luminosos y serenos.
El anciano la miró con la ternura de quien ya ha visto todo, y le dijo suavemente: «Elena, hija mía, ¿por qué cargas con tanto peso?». Elena, desconcertada, miró a su alrededor, buscando el motivo de esa pregunta. No llevaba nada en las manos, nada a cuestas. «¿De qué hablas?», replicó, «no llevo nada».
El anciano sonrió, y con un gesto tan simple como el viento, señaló su espalda. Fue entonces cuando Elena la sintió: una mochila grande, pesada y gris, que hasta ese momento había sido invisible, pero no por ello menos real. El asombro la dejó sin palabras. «¿Cómo es posible?», pensó. «¿Llevo esto todo el tiempo?»
«Todos cargamos con una mochila como esta», dijo el anciano, «pero pocos saben que la llevan». Se agachó con calma y, abriendo la mochila, sacó uno por uno los objetos que había dentro. Cada uno parecía hecho de humo denso, pero pesaba como plomo. En ellos, grabados como cicatrices, se leían palabras que eran casi heridas: «culpa», «miedo», «expectativas», «deberes ajenos». Elena los reconocía, aunque jamás los había visto de esa manera.
«Esta mochila no es sólo tuya», continuó el anciano. «Dentro de ella has acumulado los miedos que otros te regalaron, las expectativas que aceptaste sin rechistar, las culpas que te impusieron, los deberes que no eran tuyos pero que asumiste como si lo fueran. Y así, sin darte cuenta, has ido llenando esta carga hasta que tus pasos se hicieron pesados». Elena, con el corazón encogido, tocaba cada uno de esos objetos, sintiendo que reconocía cada grieta, cada peso. No podía negar que todo aquello, en algún momento, había sido suyo.
El anciano, con la paciencia del tiempo, le enseñó algo más: cómo tomar cada carga en sus manos, mirarla con atención, y preguntarse si le pertenecía de verdad. «Algunas cosas son tuyas, no lo dudes», le dijo, «pero muchas otras son de otros. Y lo que no es tuyo, puedes dejarlo aquí». Con manos temblorosas, Elena comenzó a sacar lo que no le pertenecía. Dejó a un lado la culpa que había asumido por los errores de otros, soltó las expectativas que el mundo había puesto sobre sus hombros, liberó los miedos heredados que la mantenían atada. Y con cada cosa que dejaba en el suelo, la mochila se hacía más ligera, y sus pasos más firmes.
Cuando despertó, ya no había niebla, ni bosque, ni anciano. Pero Elena sabía, con una certeza nueva, que algo había cambiado en su interior. La vida seguía, con sus altos y bajos, pero ahora ella caminaba más liviana, consciente de que podía elegir qué llevar en su mochila. Ya no era esclava de los pesos invisibles. Y así, aprendió a decir «esto no me pertenece» y, por primera vez en mucho tiempo, a caminar con libertad.
Moraleja: En la vida, a menudo cargamos con pesos que no son nuestros: miedos prestados, culpas ajenas, expectativas impuestas. Al aprender a discernir qué nos pertenece y qué no, podemos soltar lo innecesario y caminar más ligeros hacia nosotros mismos.