Elisa y Marcos habían sido inseparables desde la adolescencia. Su amor era de esos que parecían indestructibles, el tipo de amor que todos envidiaban. Crecieron juntos, compartiendo sueños, fracasos, y promesas bajo la luz de la luna. «Nunca te traicionaré», le juraba Marcos cada vez que ella se hundía en sus propios miedos. Y ella, sin dudarlo, creía en cada palabra, confiando en que su amor los protegería de todo lo que el mundo pudiera lanzarles. Pero el destino siempre encuentra una manera de retorcer las promesas más puras.
Los primeros años de matrimonio fueron un paraíso. Sin embargo, con el tiempo, algo comenzó a quebrarse. Elisa lo notaba en los pequeños detalles: la forma en que él ya no la miraba de la misma manera, las noches en que llegaba tarde sin explicación. Al principio, se decía a sí misma que eran imaginaciones suyas, que estaba siendo paranoica. Pero la sombra de la duda se instaló en su corazón, creciendo con cada mentira disfrazada de excusa. El día en que encontró un mechón de cabello rubio en su chaqueta, no pudo seguir negándolo. Elisa no era rubia. La certeza de la traición se sintió como una puñalada invisible.
Elisa no confrontó a Marcos de inmediato. Algo en ella se rompió en ese momento, pero en lugar de estallar, decidió observar. Sabía que él la estaba engañando, y en su silencio, dejó que la oscuridad creciera dentro de ella. Una tarde, lo siguió. Lo vio encontrarse con una mujer en un parque, una figura esbelta y rubia que parecía pertenecer a otro mundo, un mundo donde Elisa no existía. Se abrazaron, se besaron, y el corazón de Elisa se desmoronó. Pero no lloró. En lugar de lágrimas, lo único que sintió fue una fría determinación. Si él la había traicionado, no lo dejaría escapar sin consecuencias.
Elisa empezó a planear su venganza. Con una calma perturbadora, recuperó el control de su vida diaria, esperando el momento adecuado para actuar. La noche del aniversario de su boda, preparó una cena especial. Marcos, ajeno a todo lo que ella sabía, llegó con su habitual sonrisa falsa, como si no hubiera roto el juramento que una vez hizo bajo la luna. Se sentaron a cenar, y Elisa lo observó con una serenidad que él confundió con amor. «Aún me amas», pensó Marcos, convencido de que todo estaba bajo control. No podía estar más equivocado.
Después de la cena, Elisa le sirvió una copa de vino. El ambiente estaba tan tranquilo que resultaba casi irreal. «Por nosotros», brindó ella, con una sonrisa que a Marcos le pareció extrañamente dulce. Bebió el vino sin sospechar nada. Minutos después, su cuerpo comenzó a sentir los efectos de la toxina que Elisa había disuelto en su copa. Su visión se nubló, su respiración se volvió pesada, y, en medio del pánico, comprendió lo que estaba ocurriendo. Elisa se arrodilló junto a él, acariciándole el rostro con una dulzura que resultaba grotesca. «Nunca te traicioné, Marcos. Nunca rompí mi promesa», susurró, mientras lo veía perder la conciencia lentamente.
Elisa se quedó a su lado hasta el final, viendo cómo la vida se escapaba de los ojos de Marcos. La traición que él había cometido fue respondida con su último juramento: la promesa de que nunca lo dejaría ir. Cuando la policía llegó a la escena, alertada por un vecino que escuchó los últimos gritos de Marcos, encontraron a Elisa sentada junto a su cuerpo, tranquila, como si simplemente hubiera estado esperando el cierre de una historia que llevaba demasiado tiempo escribiéndose.
Y así, el amor que una vez fue puro, terminó envuelto en traición, sangre y oscuridad.
«Las promesas bajo la luz de la luna pueden parecer indestructibles, pero el peso de la traición las convierte en sombras que nunca desaparecen.»